Sonó el despertador, eran las 6 de la mañana y como casi todos los días le costaba muchísimo levantarse. Después de permanecer durante unos instantes en la cama, volvió a mirar el reloj y decidió que ya era hora de ponerse en marcha.
Siguió su rutina habitual, verdaderamente Alonso era una persona de costumbres, las cuales seguía al pie de la letra con una obediencia casi militar. Una vez cumplida la parafernalia diaria, se dispuso a recoger la maleta que había preparado cuidadosamente la noche anterior, la llevó al salón y esperó a que el taxi que había solicitado, llegase a recogerle para llevarle al aeropuerto. Su avión salía a las nueve de la mañana, por lo tanto el camino hasta allí iba a ser largo y pesado, la hora punta del gigante gris no respeta a nada ni a nadie.
Una vez en la terminal, se bajó del coche, recogió su maleta y se despidió del taxista con un escueto “muy amable”; hoy no era uno de sus mejores días, por lo cual los vanos intentos del conductor del taxi por entablar una conversación durante el trayecto, fueron respondidos con escuetos monosílabos.
Al levantar la cabeza sus ojos se fijaron en el luminoso donde se anuncian los vuelos; el suyo a Liverpool ya tenía hora y puerta de embarque establecida, por lo que cogió su maleta y abrigo y se dirigió con paso firme a la puerta de embarque.
El vuelo no se hizo largo, recogió su equipaje y se dirigió a la salida del pequeño aeropuerto John Lennon con la idea de subirse a un autobús que le llevase al centro; pero una fina lluvia y una más que respetable niebla le recibieron en la ciudad inglesa, por lo que lo pensó mejor y se decidió a coger un taxi que le llevase al hotel. Cuando llegó a la habitación, echó un leve vistazo y comprobó que era bastante acogedora.
Una vez en la calle, se dispuso a dar un paseo por aquellas calles repletas de gente; Liverpool siempre fue una ciudad que le había fascinado, sus calles angostas, sus gentes con esa rara mezcla de amabilidad y flema británica que en ocasiones les llevan a ser bastante impredecibles y ese ambiente de ciudad industrial decadente que no sabía el por qué, en ocasiones echaba de menos.
Fue un largo paseo, pero al tiempo, pudo darse cuenta que estaba cerca de su destino ya que se comenzaba a divisar el barrio con casas bajas grises agrupadas como colmenas, que parecen conformar un desgastado pasillo de ladrillo gris cuyo final conduce inevitablemente al estadio de los reds.
Andfield es uno de los estadios más exigentes del mundo, pero esa misma exigencia marcado el ADN de un equipo sin duda singular en el mundo del fútbol. Es el resultado de décadas de relación con el equipo, con una demanda de esfuerzo y brillantez que en ocasiones genera un entusiasmo sin límites, en otras un silencio nervioso y la durísima crítica algunas veces.
Contar las sensaciones que se producen cuando se entra en él, es bastante complicado, instalaciones austeras a la vez que majestuosas, sujetas a los pilares de una impresionante historia y de una manera especial de entender el fútbol. Desde que se entra por la puerta se respira en el ambiente, la pasión y el respeto total por el fútbol, el fútbol puro. Todo este conjunto rezuma respeto, sentimiento; al caminar hacia el túnel que lleva al campo, se divisa el célebre cartel con la leyenda mundialmente conocida: “This is Anfield”. Y si, esto es Anfield, el estadio del Liverpool; bajando por la escalera que lleva al césped, se puede tocar el famoso cartel mientras escuchas las voces de los hinchas entonando los típicos cantos , y a continuación cuando se empieza a subir, el vello se eriza, y se empieza a divisar la imponente grada roja de unos de los laterales, así como ese color verde del césped característico de los campos ingleses. Es en ese momento en el que se entreabre la boca y ya no es posible articular palabra.
Posiblemente podría haber pasado horas sin decir una sola palabra, tan sólo permaneciendo de pie en el césped contemplándolo y rememorando tiempos pasados. Dicen que uno nunca deja de ser futbolista, él se sintió satisfecho por sentirlo de nuevo por unos segundos.
Miró su reloj, giró de nuevo su vista hacia el campo y se despidió con un emocionado “adiós”.
Era hora de volver a casa.